Escribe José Castillo
Pasada la fecha del 8 de mayo, autoimpuesta por el gobierno para el “cierre” de la renegociación de la deuda, tal como se esperaba, todo se pospuso hasta el viernes 22. Seguirá en estos días la partida de póker de mentirosos, entre un gobierno que dice “para la tribuna” que no pagará nada a costa del pueblo, mientras por detrás guiña el ojo y le dice a los buitres acreedores que presenten una contrapropuesta, y los propios fondos que, con toda la experiencia del establishment internacional, aceptan el juego y también sostienen para afuera que “la propuesta es inaceptable”, a la vez que se disponen a contraofertar y así seguir el juego con la seguridad de que al final serán los que saldrán ganando.
En medio de tantas idas y venidas es lógico que surjan dudas que recogemos entre nuestros compañeros de trabajo, de estudio, amigos, vecinos y familiares. Hay una enorme confusión acerca de qué es “renegociar la deuda”. ¿Se trata acaso de “dejar de pagar”? ¿Es una especie de moratoria (decisión unilateral de un país de no abonar por una serie de años)?
Nada de eso. Digámoslo con todas las letras, renegociar es pagar. “No queremos caer en default”, “nuestro objetivo es tener un esquema que nos permita cumplir con los acreedores”, son frases textuales del ministro Guzmán y del propio presidente Fernández. Por eso, pongamos orden en tanto palabrerío. Todos están por pagar, Alberto Fernández, Macri, los empresarios, la Sociedad Rural, la CGT. También, por supuesto, todos aquellos visitados por Alberto en busca de apoyo: Merkel, Macron, el papa Francisco. Y, obviamente, aunque increíblemente se busque ahora disfrazarlo de “progresista”, el FMI.
De acá sacamos entonces una primera conclusión: la izquierda y el sindicalismo combativo somos los únicos que estamos en contra de la “renegociación”, simple y claramente, porque insistimos en que no hay ninguna salida si seguimos pagando la deuda, el objetivo explícito de toda la negociación.
“Renegociar” implica, previamente, reconocer como legítima a la deuda y sus acreedores. ¡Eso es lo que está haciendo el gobierno de los Fernández! Reconoce la deuda de Macri después de haber dicho una y mil veces que solo sirvió para aceitar la bicicleta financiera. Pero además está reconociendo toda la deuda anterior (aceptando de paso, aunque no lo diga, que era mentira que “nos habíamos desendeudado”, como afirmaba mentirosamente el kirchnerismo). Ahí están, como mudos testigos, los bonos de los canjes de Néstor y Cristina de 2005 y 2010, metidos también en la actual renegociación. Y, por sobre todo, y nunca nos olvidemos, se está reconociendo una vez más la totalidad de una deuda cuyo origen está en la genocida dictadura militar, inmoral, ilegal, ilegítima y fraudulenta, tal como lo estableció la propia Justicia en el año 2000 con el fallo del juez Ballesteros.
Va entonces la segunda conclusión. Nosotros, la izquierda, seguimos siendo los que, coherentes con nuestra denuncia de ese carácter del endeudamiento, nos negamos a reconocerla y por eso también exigimos dejar inmediatamente de pagarla.
“Renegociar” no es “resolver definitivamente” el drama del endeudamiento argentino. Lo que hoy se está discutiendo con los acreedores son 66.000 millones de dólares. Es apenas una porción de los 330.000 que debe el Estado nacional y menos aún de los casi 400.000 millones de dólares si le sumamos las deudas provinciales y la del Banco Central. Cualquier arreglo con los pulpos acreedores, hoy sentados a la mesa de negociación (que, insistimos, no le saldrá para nada gratis a nuestro país), dejará pendiente a los que siguen en la fila: los bonistas con legislación local, ¡el FMI!, que vendrá por sus 49.000 millones, y un sinfín de letras y bonos repartidos en manos de diversos grupos de pulpos acreedores.
Insistimos, y es nuestra tercera conclusión. Decimos que no hay que pagar no por tozudez, o por decir cosas “utópicas”. La utopía reaccionaria es la de aquellos que sostienen que hay alguna salida pagando y que mienten sosteniendo que así se resuelve el problema de la deuda.
Toda la experiencia histórica, nacional e internacional, nos da la razón. Nunca hubo una renegociación de la que saliéramos ganando. Limitando nuestro análisis a la deuda actual generada por la dictadura, el primer “canje” lo hizo Menem en 1993. Fue el llamado “Plan Brady”, nos quedamos sin ferrocarriles, teléfonos, gas ni petróleo mientras la deuda siguió creciendo. Luego tuvimos el “megacanje” de De la Rúa que solo sirvió para aumentar el monto de endeudamiento en 50.000 millones de dólares. Por último, estuvieron los canjes kirchneristas de 2005 y 2010. A contramano del doble discurso del “desendeudamiento”, los Kirchner llegaron al poder debiendo 190.000 millones de dólares, pagaron durante sus mandatos 200.000 y cuando dejaron el gobierno en 2015 debíamos 240.000. Estos ejemplos, o los internacionales, como los casos cercanos de Grecia y Portugal, nos demuestran que ninguna renegociación sirvió a los pueblos para librarse del mal de la deuda externa, solo terminaron trayendo más ajuste y saqueo.
Cuarta y última conclusión: se puede, y se debe, no pagar la deuda externa. Se puede, como lo demuestran los más de 250 casos de cesación de pagos que se dieron en el mundo en los últimos dos siglos (estudiados y citados por los economistas de Harvard Carmen Reinhardt y Kenneth Rogoff). Se puede, como lo impuso la movilización popular del Argentinazo en 2001. Se puede, llamando a conformar un club de países deudores latinoamericanos para así enfrentar cualquier intento de represalia del capitalismo imperialista, tal como lo hace hoy África, donde hay un llamamiento conjunto de varios países para el desconocimiento de sus deudas.
Se puede y se debe, finalmente, porque en medio de la pandemia del coronavirus no cabe ninguna duda de que hay que poner todos esos recursos al servicio de las más urgentes necesidades populares. La deuda externa, la cadena más sólida de nuestro sometimiento al imperialismo, el motivo más importante de nuestra decadencia, de la miseria y el hambre de nuestro pueblo, debe romperse. Desde Izquierda Socialista y el Frente de Izquierda Unidad llamamos a hacerlo, conformando la más amplia unidad con todos aquellos dispuestos a avanzar en este sentido.
Escribe José Castillo
En medio de la pandemia, y al mismo tiempo que se sigue con el doble discurso de “no pagaremos con el hambre del pueblo”, Alberto Fernández le abonó al Fondo Monetario Internacional 320 millones de dólares el lunes pasado. Es tan vergonzoso y opuesto a todo lo que se está diciendo que, increíblemente, se trató de mantener la operación “en secreto”. De hecho, fue dada a conocer por la agencia internacional Bloomberg y repudiada por nuestro diputado nacional Juan Carlos Giordano antes de que la noticia finalmente apareciera en el diario La Nación, único medio que lo registró.
El pago corresponde a un vencimiento de intereses del pacto firmado por Macri con el FMI en 2018, por el cual la Argentina terminó endeudada por 44.000 millones de dólares con el organismo. Este pago, como otros subsiguientes fijados para agosto y noviembre, ni siquiera reducen el monto, ya que son en concepto de “intereses” (por eso supuestamente le debemos al Fondo 49.000 millones, ya que 5.000 corresponden a estos intereses que engrosan la deuda). Recordemos que el propio Alberto Fernández, al igual que las autoridades del FMI, reconocieron que la totalidad del préstamo se utilizó para financiar la fuga de capitales de los especuladores financieros amigos del ex presidente.
Denunciamos que, en medio de las necesidades generadas por la pandemia del coronavirus, el gobierno destine ese dinero al FMI. Con esos 320 millones de dólares se podrían haber contratado por un año (con salarios de 50.000 pesos por mes) a 3.200 trabajadores de la salud, o comprado 32.000 respiradores u ocho millones de barbijos. Es una vergüenza que se priorice el pago de la deuda por encima de las más urgentes necesidades populares. Por eso seguimos insistiendo, hay que suspender ya mismo todo pago de deuda externa, incluyendo el acuerdo con el FMI, y destinar todos esos recursos a un fondo de emergencia para atender los requerimientos sanitarios y sociales del coronavirus.
Escribe Atilio Salusso
¿Salen perjudicados los bonistas con la renegociación de la deuda? No. Los usureros van a ser beneficiados. Lo reconoció el propio presidente y lo plasmó en papel el economista Alfredo Zaiat este domingo 10 de mayo en una larga nota en Página/12.
Zaiat cuenta que le hizo un reportaje al presidente Alberto Fernández, quien dijo sobre la propuesta del gobierno: “Es una oferta que, si la mirás objetivamente, los acreedores no pierden. Solamente ganan menos. ¿Por qué? El capital prácticamente queda intacto porque solamente se afecta un 5% de ese capital. Y en los intereses uno dice 'ahí la quita es sustantiva' porque la tasa promedio de esos intereses da 7 puntos y pico, y lo estamos bajando a un promedio de 2 puntos. Perdés 5 puntos de intereses, pero te pago 2 en un mundo que paga cero”. Con esto Alberto Fernández reconoce que la quita es menor y los intereses son exorbitantes medidos a nivel mundial.
Sobre la pregunta ante un posible default (no pago), el presidente fue categórico: “Hace unos días tuve una charla con Jeffrey Sachs (economista estadounidense) y me decía 'no te preocupes por caer en default porque el mundo está en default'. Y yo le decía que no quería caer en default. Efectivamente, nadie quiere caer en default. Tanto no queremos caer en default que hacemos una oferta para no caer en default”. O sea, el economista yanqui le insinúa que podría dejar de pagar sin problemas y el presidente dice rotundamente que no.
Escribe Guido Poletti
¿A quién beneficia la renegociación de la deuda en curso? A un puñado, reducidísimo, de grandes especuladores internacionales, todos situados en la crema del establishment financiero imperialista. Ellos solos acumulan el 35% del total de la deuda externa argentina y tienen el “poder de veto” en cualquier renegociación. Acá no hay ningún “pequeño ahorrista” ni “jubilado con bonos” perjudicado.
Veamos. El más grande, el auténtico “director de la batuta” de la renegociación, es BlackRock. Se trata de un emporio de negocios financieros. Maneja fondos por 7,5 billones de dólares y tiene oficinas en treinta países, entre ellos la Argentina. Pasó a ser el número uno mundial de las finanzas en medio de la crisis de 2008, cuando absorbió a uno de los más grandes bancos de inversión de entonces, el británico Barclays. El titular de BlackRock, Larry Fink, figura entre los zares de las finanzas globales y es, obviamente, uno de los megamillonarios del planeta.
El segundo buitre es Templeton, que maneja fondos globales calculados en 850.000 millones de dólares. Si bien es el más antiguo de todos (nació en 1947), su desembarco en nuestro país se dio recién con el macrismo, en 2018, para convertirse rápidamente en uno de los mayores acreedores argentinos.
Después tenemos a Greylock Capital, creado en 1997 y con inversiones financieras en más de cien países. Su fundador es Hans Humes, líder del Comité Global de Tenedores de Bonos de Argentina (GCAB), uno de los principales grupos de buitres que amenazaba a nuestro país luego de que se dejó de pagar en 2001.
El cuarto gran especulador en danza es Fidelity, también con una larga “trayectoria” de hacer superganancias con la deuda externa argentina. Administrador de un fondo global de 1,5 billones de dólares, en 2005 Fidelity fue uno de los pulpos acreedores que cerraron el acuerdo del canje kirchnerista de ese año. En 2011 se transformaron en los grandes acreedores de la provincia de Buenos Aires al comprar los bonos BP21 lanzados por el entonces gobernador peronista Daniel Scioli. En enero de este año exigieron, y consiguieron, que el actual gobernador Kicillof les pague en efectivo un vencimiento de ese bono por 250 millones de dólares a costa de postergar un pago a los docentes de la provincia.
Finalmente, el quinto gran “acreedor” es Pacific Investment Management Company (Pimco), un megafondo con sede en California que maneja 2 billones de dólares, que fue uno de los acreedores amigos preferidos del macrismo en el período 2018-2019 y un especialista en comprar deuda “riesgosa”, pero con altas tasas de interés como retorno.
A estos superfondos de la ruleta financiera internacional se les debe la mayor parte de la deuda externa argentina. Hay que elegir. Les pagamos a ellos o priorizamos las más urgentes necesidades populares.
Escribe Reynaldo Saccone, ex presidente de la Cicop
Hay más de sesenta equipos en el mundo trabajando para crear una vacuna contra el coronavirus, pero van muy despacio. Una declaración de Bill Gates al New England Journal of Medicine explica esta lentitud: “Es necesario que los gobiernos pongan los fondos porque los productos para la pandemia son inversiones de muy alto riesgo; el financiamiento público minimizaría los riesgos para las empresas farmacéuticas y ayudaría a que se metieran en este tema con los dos pies”. Los capitalistas quieren que el Estado ponga los fondos y las empresas se lleven las ganancias. Para que el negocio sea completo, Gates remata: “Finalmente, los gobiernos deben financiar la compra y distribución de las vacunas a la población que la necesita”. Es decir, el Estado financia la producción y luego compra los productos a las empresas. La propuesta de Gates desnuda la verdad: no se avanza en las vacunas si no hay ganancia capitalista garantizada.
Los buenos negocios de la pandemia
La industria farmacéutica y de insumos médicos está viviendo un momento de esplendor. A mediados de marzo de 2020, mientras caían las Bolsas del planeta, los títulos de Alpha Pro Tech, fabricante de barbijos, se disparaban 232 por ciento. Co-Diagnostics subía sus acciones 1.370% gracias a su kit de diagnóstico del virus responsable de la pandemia. Cepheid, la principal fabricante mundial, vende su test a 19,80 dólares cuando su costo es de 3 dólares. Las acciones del laboratorio californiano Gilead trepaban 20% por las perspectivas del antiviral Remdesivir contra el Covid-19, investigación, a su vez, subsidiada por el gobierno norteamericano. El valor bursátil de Inovio Pharmaceuticals, apoyada por Bill Gates, escalaba 200% por su vacuna experimental INO-4800.
Otra forma de beneficiarse es con las inversiones públicas. “Cada molécula aprobada por la FDA (ente federal que autoriza las drogas e insumos médicos en los Estados Unidos) entre 2010 y 2016 fue objeto de investigaciones científicas financiadas por el Estado a través del NIH (ente federal que regula la actividad en salud)”, según el grupo de defensa de Pacientes para Medicamentos Accesibles. El gobierno norteamericano gastó más de 100.000 millones de dólares en ese período facilitando también que las empresas disfrutaran del monopolio de la producción mediante la vigencia de las patentes.
Patentes: una traba al desarrollo
Las patentes, que garantizan la propiedad de los productos y los mecanismos de producción para cada empresa, son al mismo tiempo una traba porque impiden su difusión. El conocido economista capitalista Joseph Stiglitz reconoce que “el control monopólico de la tecnología utilizada en la detección del virus obstruye la rápida introducción de más kits de testeo, como también son un freno las patentes que posee la empresa 3M para barbijos N95 y otros elementos de protección”. Pone como ejemplo, también, la PCV13, vacuna para la neumonía que, al ser propiedad monopólica de Pfizer, es inalcanzable por su costo para gran parte de la población mundial. En India, por ejemplo, todos los años se registran más de 100.000 muertes infantiles evitables por neumonía, mientras que la vacuna le genera a Pfizer ingresos anuales por alrededor de 5.000 millones de dólares.
En las últimas décadas las multinacionales farmacéuticas lograron, por medio de las patentes, ampliar su monopolio sobre la producción de remedios a casi todos los países, aunque con grandes contradicciones. En 1997 el gobierno sudafricano, en su necesidad de hacer frente a la epidemia de sida, promulgó una ley que permitió suspender las patentes necesarias para proveer los remedios requeridos a pesar de la cerrada oposición de los Estados Unidos y las multinacionales. En 2001, durante la llamada crisis del ántrax, los Estados Unidos hicieron lo mismo, suspendieron la patente de la ciprofloxacina que poseía Bayer para todo el mundo. Se dio, entonces, la paradoja de que el país abanderado de la defensa de las patentes monopólicas de la industria farmacéutica apeló al recurso soberano que combatía en el resto del mundo.
Un mundo sin patentes sólo es posible sin propiedad burguesa
“Llevamos demasiado tiempo aceptando el mito de que el régimen de propiedad intelectual es necesario”, escribió recientemente Stiglitz. “Imaginemos un mundo en el que una red mundial de profesionales médicos monitorea la aparición de nuevas cepas de un virus contagioso, actualizan periódicamente la fórmula establecida de su vacuna y luego ponen esa información a disposición de compañías y países de todo el planeta… sin cuestiones de propiedad intelectual y sin monopolio farmacéutico…” Pero la norma es la realidad que él mismo denuncia, las leyes del capitalismo buscando aumentar la renta del capital, y que solo puede desaparecer con la desaparición de esas relaciones de propiedad.
El capitalismo es la traba que impide derrotar de un golpe a la pandemia. Hemos visto a la burguesía imperialista mundial implantar los planes de ajuste que destruyeron los sistemas de salud, incluso en sus propios países de origen; hemos presenciado su lucha contra las cuarentenas como en los Estados Unidos, Italia, Brasil y otros sin reparar en las muertes ni en la diseminación del virus; estamos viendo ahora cómo se realizan pingües negocios a costa de la necesidad de los pueblos y al mismo tiempo sigue recibiendo subsidios y privilegios del Estado con fondos que deberían ir al pueblo en cuarentena. Los trabajadores y el pueblo deberán avanzar hacia la estatización de los servicios de salud y la producción de insumos, remedios y vacunas. Bajo control de los trabajadores, deben ser puestos al servicio de la lucha contra la pandemia. Estas medidas, acompañadas con la suspensión de los pagos de la deuda externa y el impuesto a las grandes fortunas, permitirían acelerar la superación de la pandemia y liberar a la humanidad de la prolongación de estos horrores y sacrificio de vidas.