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Tito Mainer

10 de noviembre de 1834

Nace José Hernández, el autor del Martín Fierro

Hernández vivió en la etapa que va desde la caída de Rosas hasta el ascenso de Roca. Con posiciones cambiantes, en ese medio siglo acompañó el proceso de construcción de la Argentina.

José Hernández

José Hernández

Emparentado por vía de la madre con la aristocrática familia Pueyrredón, Hernández nació en una chacra de las afueras de Buenos Aires. Terminados sus estudios, se trasladó al sur de la provincia de Buenos Aires donde su padre trabajaba como mayordomo de estancias. Allí, coincidiendo con los últimos años de la dictadura rosista, conoció el mundo rural.

Al producirse la caída de Rosas y la posterior separación de Buenos Aires, Hernández optó por apoyar a la Confederación liderada por Urquiza, embanderada con el proyecto de fundar una república federal aunque, igual que los “porteños”, sostenía una mirada burguesa encarnada en la Constitución aprobada en 1853. Desde Paraná (Entre Ríos), Hernández comienza su actividad como periodista. Tras la batalla de Cepeda (1859) llamó a superar las viejas antinomias –personificadas por Urquiza y Mitre– y apoyó al presidente Santiago Derqui, intentando consolidar “la firme y anchurosa base de la ley”. Pero el proyecto de Derqui naufragó y los porteños culminaron por imponerse: en 1861 Mitre fue designado presidente.

El país se reunifica y, con las posteriores presidencias de Sarmiento (1868-1874) y Avellaneda (1874- 1880), el país vivió su proceso de definitiva “organización nacional” capitalista: extensión de las fronteras, apertura a la inmigración extranjera, fin de los conflictos internos, estructuración de un ejército y un sistema educativo nacionales, construcción y extensión de las vías férreas. Los porteños se lanzaron a “pacificar” el país y, en 1863, mataron salvajemente al líder federal Ángel “Chacho” Peñaloza. Hernández, enrolado en el urquicismo, denunció con firmeza a Mitre y sus secuaces. Su carencia de principios firmes quedó a la vista, sin embargo, poco después, cuando dio un fuerte apoyo a las iniciativas de Mitre que culminan declarando la guerra al Paraguay.

El Río de la Plata

Desde agosto de 1869, Hernández comenzó la edición de El Río de la Plata, en Buenos Aires. Su tono fue más moderado: aunque reivindicaba el federalismo, intentó plantearse como una visión liberal superadora que, de algún modo, se emparentaba con la del presidente: ambos se distanciaron de Mitre. El Río de la Plata convirtió a Hernández en un vocero respetado en la clase ilustrada de la sociedad porteña y su prensa alcanzó bastante notoriedad. Su prédica se tiñó de tonos favorables al poblador rural, al peón de estancia y el matrero, y comenzó una insistente crítica al aparato político y jurídico de la campaña que, con sus caprichos y arbitrariedades, impedía la conversión de los “paisanos” en ciudadanos modernos. Sus artículos, de modo reiterado, denunciaron entonces la militarización forzosa de los hombres que habitaban la zona de frontera y las graves consecuencias que ello implicaba para el asentamiento de familias estables, agricultoras, enraizadas en la tierra. El “enganche” en la milicia era, por cierto, una alternativa laboral, pero, a la vez, una obligación resistida por quienes preferían vivir sin mayores ataduras. La incorporación significaba de hecho convertirlos en soldados del Estado, distante de la idea de generar productores que animaba Hernández.

Al mismo tiempo, el contradictorio –y, a veces, francamente confuso– Hernández defendía también el rol civilizador del Estado como principal agente del progreso, palabra mágica sinónimo de capitalismo, de burguesía emprendedora, de modernidad, de liberalismo, de riqueza. Su camino sinuoso se construía, a la vez, con ingenio. Por eso mismo, al producirse el encuentro entre Sarmiento y Urquiza, lo mejor –y lo peor– para Hernández, estaba todavía por escribirse.

López Jordán y el Martín Fierro

La causa federal jugaría aún una última carta. En abril de 1870, Urquiza fue asesinado por una partida de “jordanistas” –seguidores del caudillo López Jordán, antiguo lugarteniente de Urquiza–, que se sentía traicionado por la conciliación con Sarmiento. Hernández, identificado con los agresores, se sumó al jordanismo y, derrotada la sublevación por el ejército nacional, en 1871 debió exiliarse en Brasil.

De regreso a Buenos Aires y confinado al “fastidio de la vida de hotel” –no salía mucho porque estaba mal visto por los porteños–, realizó su gran obra: los largos sonetos sobre la vida del gaucho que permitieron describir magistralmente la vida de los pobres del campo, sus penurias, su rechazo al “orden” que imponía el Estado capitalista. La obra, presentada en 1872, se hizo inmensamente popular: jamás un escrito se había vendido tanto en la Argentina. Los gauchos sabían muchas de sus estrofas que recitaban de memoria en las pulperías. Una primera edición de 50.000 ejemplares se agotó rápidamente y se sucedieron las reediciones. Al presente, el Martín Fierro disputa con el Nunca más el título de obra más leído por los argentinos.

Reintegrado a la política, Hernández abandonó su viejo federalismo y adhirió al naciente roquismo, que cobijaba a las oligarquías provinciales, y se hizo legislador. El barbado “senador Martín Fierro” –como se lo conocerá después– murió el 21 de octubre de 1886.


¿Día de qué tradición?

Hernández vivió una época en que la Argentina sufrió grandes mutaciones y, de pensamiento oscilante, terminó abrazado al proyecto roquista asociado con la idea de que el Estado capitalista –dependiente de las inversiones extranjeras y en comunión con la oligarquía terrateniente exportadora– debía jugar un rol como agente promotor del progreso material.

Su camino lo vio iniciarse como heredero de la militancia federal, rebelde, crítico al sistema que se organizaba, para terminar como celoso defensor del nuevo orden capitalista. Siempre con un tono “moralista” y paternalista –típico de los patrones de estancia, aunque él no lo era– hizo, al principio, un culto del gaucho matrero, el renegado que se negaba a ser incorporado a la milicia, el enemigo de los alambrados y la propiedad privada. En sus últimos años, por el contrario, llegó a redactar un reglamento titulado Instrucción del estanciero en el que detalla todas y cada una de las tareas que deben desplegarse en el campo: el orden debía regir la faena y hasta los tiempos de cada hábito cotidiano. Las reminiscencias del rosismo se hicieron elocuentes, al punto que el propio “Restaurador”, cuarenta años antes, había redactado, él también, sus Instrucciones a los mayordomos de estancias. El país había cambiado mucho, pero la oligarquía terrateniente era el sector social que, en el medio siglo de vida de Hernández, se había consolidado en el poder.

De Rosas a Roca, en Hernández hay una continuidad: su amor por el campo y su defensa de la propiedad agraria latifundista. Por ello, es cuestionable que el día de su nacimiento se vincule con una teórico “día de la tradición” argentina. ¿De qué identidad se habla? ¿Se pretende, acaso, con esta fecha legitimar la propiedad terrateniente y el poder de la oligarquía y la Sociedad Rural? No por casualidad los historiadores revisionistas, aliados eternos al poder de los ganaderos y terratenientes (que disfrazan su discurso elogiando a los caudillos federales, la mayoría de ellos también grandes propietarios y miembros de las aristocracias provinciales), colocan a José Hernández en la lista de los patriotas “intocables”: “es el culto a la vaca y a las fábricas de pasto”, se quejaría Sarmiento.


El Martín Fierro, de "ida" y de "vuelta"

Publicado por la editorial EUDEBA con ilustraciones del pintor Juan C. Castagnino

No cabe duda que el Martín Fierro es una obra poética excepcional. Pero hay que apuntar la gran contradicción que encierra la obra entre su primera parte, la “ida”, y la segunda, la “vuelta”. El cambio no es casual y tiene que ver con el proceso de conversión del gaucho matrero en peón de estancia, en asalariado rural. Durante siglos el gaucho acostumbró vivir sin horizontes ni ocupación, cuerear vacas sin marcar para comer, recorrer caminos y convivir incluso con los indios mestizando también sus costumbres.

Hernández fue un hombre apasionado que, interpretando los nuevos tiempos de construcción de la Nación, supo adaptar su mirada perspicaz y su propia participación. Es por eso que es mejor recordarlo como poeta –el mejor y más prolífico de su generación– que como periodista, legislador o político, papel en el que su excesiva adaptabilidad le jugó malas pasadas. Al mismo personaje rebelde e indómito que se negaba a hacerse soldado o peón, en pocos años, al escribir la “Vuelta”, se permitió aconsejarlo por boca del Viejo Vizcacha: “Hacéte amigo del juez/ no le des de qué quejarse/ que siempre es bueno tener/ un palenque ande ir a rascarse”. El “fierro” debía domesticarse...


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