El Socialista

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José Castillo

25 de julio de 1867, a 140 años

Aparece la primera edición de “El Capital”

Karl Marx, el fundador del socialismo científico, da a la luz su obra cumbre hace 140 años. Traducida a todas las lenguas, se trata de un texto genial donde se desmenuza tanto la explotación del obrero por el capitalista como las tendencias de un sistema, el capitalista, que sólo puede engendrar más crisis y miserias.

Carlos Marx

Carlos Marx

“¡Por fin!”, habrá suspirado su amigo Federico Engels, su amada esposa Jenny y sus amigos de desventuras en el exilio londinense. Marx había finalmente enviado a imprenta “su” obra. Ese texto, misterioso, le había consumido años de trabajo en la Biblioteca del Museo Británico. Recién arribado a esa Inglaterra victoriana que sería su última morada, le había escrito a su inseparable Engels: “ya he llegado a tal punto que en cinco semanas más habré terminado con esa mierda de la economía. Et cela fait (“es un hecho”, original en francés) elaboraré en casa la Economía y me lanzaré sobre alguna otra ciencia del museo”. ¡Vanas esperanzas! Marx tardaría casi 18 años en dar a luz su obra: la miseria terrible que, azotando a su familia lo obligaba a distraerse en tareas periodísticas para obtener algún sustento, y sus enfermedades tuvieron su parte en la demora. Pero hubo dos motivos centrales, que dibujan al “Moro”, como le decían sus amigos, de pies a cabeza. Marx era un militante de la causa de la clase obrera. Ya sus textos anteriores, en especial el Manifiesto Comunista, habían sido una obra al servicio de su partido de entonces, la Liga Comunista, disuelta luego de la derrota de la revolución de 1848. Por eso cuando en 1864 se crea en Londres la Asociación Internacional de los Trabajadores (I Internacional), Marx asistirá entusiasta a su fundación y se involucrará con todo. Mucho tiempo le dedicará a escribir programas y documentos, a polemizar con los anarquistas, y a dictar conferencias para los obreros que se acercaban.

El segundo motivo del “retraso” en la aparición del texto puede resumirse en dos palabras: obsesividad científica. Marx sabía que el socialismo sólo podía reposar sobre los robustos hombros de la ciencia. Se dio a la tarea de “criticar” toda la economía política anterior. Leyó del primero al último texto. Escribió, borró, reformó y volvió a redactar infinidad de veces cada párrafo del Capital.

Pero aún publicado, seguía sometiendo el texto a la crítica de sus compañeros, y a la suya propia, seguramente más implacable. Cuando en 1873 sale la segunda edición, ya había prácticamente rehecho nuevamente el primer capítulo. Lo sabía un libro difícil, pero no e s c r i b í a para los “int e l e c t u a - les”. Se ent u s i a s m a cuando se entera de que en Francia un periódico lo publicará por entregas, para hacerlo más accesible a los trabajadores, y se involucra en tratar de mejorar la traducción al francés. Marx sigue trabajando, infinitamente, incansablemente en su obra. Nunca terminó de redactarla y corregirla. Murió en 1883.

Federico Engels se puso a la cabeza entonces de una tarea titánica: ordenar y publicar “la obra”. En parte lo logró: el Tomo II vio la luz en 1885 y el III en 1894. Pero Engels se encontrará además con numerosas correcciones de Marx al propio tomo I, que tratará de incorporar en las ediciones tercera (1883) y cuarta (1890). Y quedarán todavía una serie de capítulos escritos, difíciles de ubicar en el conjunto de la obra, que Karl Kautsky reunirá en 1905 bajo el título de “Historia Crítica de la Teoría de la Plusvalía”.

“Un golpe demoledor a la burguesía, del que nunca se repondrá”

Optimista empedernido, así definía Marx a su obra. Pero El Capital no es un libro fácil. Frente a ese hecho el viejo Karl nos advertía: “en la ciencia no hay caminos reales, y sólo tendrán esperanzas de acceder a sus cumbres luminosas aquellos que no teman fatigarse al escalar por senderos escarpados”.

Los primeros tres capítulos son sin duda los más difíciles. Pero el lector que se anime a transitarlos encontrará en ellos el secreto de la producción mercantil, de los “mercados con vida propia”: el trabajo humano y las relaciones sociales entre los seres humanos, encubiertas tras el “fetichismo” de la mercancía.

En los capítulos siguientes, Marx nos presenta al capital, “que llega al mundo chorreando barro y sangre”, y su secreto: no es otra cosa que el fruto de la explotación del trabajo obrero, la plusvalía, parte de la jornada de trabajo que el capitalista le roba al trabajador. Pero no se queda solamente en la formulación teórica: Marx respalda sus afirmaciones con cientos de páginas donde describe, para nuestro horror, las consecuencias de la explotación en la Inglaterra de su época.

Es imposible sintetizar en pocas líneas la riqueza de la obra, el entramado entre demostraciones teóricas, párrafos conceptuales, y luego la increíble suma de ejemplos, sacados de sus larguísimas jornadas en el Museo. De todo eso no podemos dejar de mencionar su espectacular capítulo XXIV, “de la llamada acumulación originaria”, donde expone con crudeza sin igual el origen violento, político, de la diferenciación entre capitalista y clase obrera. Nos recuerda allí las expropiaciones y expulsiones de los campesinos, la apropiación de sus tierras, las “leyes de vagos” que obligaban a entrar a las fábricas, y también el oro y la plata que, afluyendo de América, iba generando esa inmensa riqueza apropiada por la entonces nueva clase capitalista.

Pasaron 140 años. Marx quizás no pensaba que el capitalismo sobreviviría tanto. La clase obrera se levantó muchas veces. Ganó y perdió. El viejo Moro nos enseñó que el capital no es un dios, que es posible vencerlo. Pero sí es verdad que aprendimos que el capitalismo no se cae sólo. Como decía Nahuel Moreno: “…lo indispensable es luchar, luchar con rabia para triunfar. Porque podemos triunfar. No hay ningún dios que haya fijado que no podamos hacerlo”.


¿Una obra superada?

Con El Capital se quiso hacer de todo. “Refutarlo” fue la pretención de economistas y sociólogos burgueses. “Enmendarlo”, “cambiarle algunas cosas”, no casualmente las más urticantes y revolucionarias, fue el intento de los socialdemócratas desde fines del siglo XIX (con Edward Bernstein a la cabeza). Prohibirlo, convertir su tenencia en un delito, hacerlo desaparecer de la faz de la tierra, la pretensión de nazis, franquistas y militares sudamericanos.

Pero el viejo y difícil texto vuelve una y otra vez. Se lo leía en el destierro siberiano y en los grupos clandestinos de la resistencia antizarista, donde lo conocieron Lenin Trotsky. En todas las cárceles del mundo, en los regímenes más atroces, los presos políticos se organizaban para aprenderlo. El Che Guevara se hizo tiempo para armar un grupo de estudio en los primeros años de la revolución cubana. Nahuel Moreno, el fundador de nuestra corriente, a la vez que se obsesionaba porque los trotskistas fueran a insertarse en la clase obrera, se dedicaba él mismo a enseñar economía en base al texto de Marx, esforzándose en que cada trabajador descubriera, detrás de las aparentemente abstractas categorías, su carácter de clase.

¿Cuál es el secreto? El Capital posee dos afirmaciones centrales: que existe un antagonismo a muerte entre el patrón y el obrero, el burgués y el proletario, irreconciliable, porque el primero vive a costa del segundo, su riqueza y opulencia dependen directamente de cuánto lo pueda explotar, de cuánto sudor de su cuerpo se transforme finalmente en “capital” para el patrón. Y que el capitalismo, como sistema económico (modo de producción, en la expresión de Marx) no puede garantizar el progreso de la humanidad, sólo tiene para ofrecer crisis y miseria a los pueblos.

Hoy aumenta la pobreza, la desocupación, el hambre y la miseria. El imperialismo, expresión superior y descarnada del poder político del capitalismo, sigue masacrando pueblos como en Medio Oriente. La propia existencia del planeta está en riesgo, por la destrucción alocada de recursos no renovables por parte de las grandes multinacionales. Por todo eso, más que nunca, El Capital es una obra vigente.


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